El fascismo es un término que se ha convertido en cotidiano y habitual en los medios de comunicación y en las redes sociales.
Hay tertulianos que lo emplean, por ejemplo, para incluir tanto a independentistas catalanes como a miembros de Podemos. Se trata de una manipulación descarada e intencionada del lenguaje para que la palabra fascismo, con todo lo que conlleva, quede vacía de contenido al usarse para calificar al adversario político independientemente de que sea verdaderamente fascista o no.
Esta estrategia no es nueva, ya la emplearon los nazis al denominar a su partido “Nacional Socialista”, en una clara intención de aglutinar a las clases conservadoras, preservadoras del orgullo de la identidad nacional, y atraer a las clases trabajadoras, decepcionadas de una democracia liberal incapaz de rescatarlos del horror de la pobreza. La realidad es que no era más que propaganda, en ningún momento a Hitler le interesaron los obreros, más que para desarmar a los movimientos políticos de izquierdas, derruir las bases de la democracia y defender y anteponer los intereses de las élites acomodadas que financiaban a su partido.
Durante la crisis del coronavirus hemos asistido a todo tipo de bulos, de mentiras y de manipulaciones con el único objetivo de derribar a un gobierno legitimado en las urnas. Líderes de la extrema derecha y la derecha extrema se han subido al estrado del Congreso de los Diputados, sede de la soberanía del pueblo español, a mentir, a usar informes falsos e, incluso, a insultar gravemente a familiares de miembros del gobierno. ¿Qué clase de oposición política es esa? ¿Qué nivel de cultura democrática demuestran estos partidos? ¿Qué catadura moral manifiestan?
Ninguna, porque están usando estrategias y medios propios de la propaganda, uno de los instrumentos fundamentales del fascismo en el ejercicio de su violencia simbólica, estructural y verbal. Pero la violencia no es una mera herramienta al servicio del fascismo, es su eje transversal, su esencia unificadora, su forma de vida, de lucha, de cultura política, de mentalidad e ideología. Sin esa violencia, sin el odio, sin la persecución de un “culpable” de la situación de crisis, sin la descalificación al adversario político, sin la difamación, su capacidad discursiva es nula. Solo pueden sobrevivir en mitad de la confusión, la crispación, la exaltación de una patria vacía y del odio. En esta línea pivota Santiago Abascal, quien califica de “antiespañoles” a todos aquellos que no comparten su ideología totalitaria. De esta forma, deja bastante claro quiénes caben y quiénes no es su concepción excluyente, centralista y arcaica de España.
Entre las descalificaciones más sonadas de esta crisis está la que ha sufrido la renta mínima vital, denominada despectivamente “paguita”. Para PP y Vox la dignidad humana, los derechos humanos son objeto de descalificación. Y esto arroja una gravedad desmedida. Ya no solo porque nadie que se autodenomine demócrata puede llegar a cuestionarse la justicia social y, máxime, ante una crisis de tan enorme calado como la actual, sino porque la Declaración Universal de los Derechos Humanos recoge que si una persona se ve privada de su trabajo tiene derecho a percibir un ingreso que le permita subsistir. Entonces, ¿por qué se oponen?
Pues porque está más que demostrado la alta correlación de fuerzas existente entre el deterioro económico, de la calidad de vida de la población, y el ascenso del fascismo. Si desarmamos las herramientas de la democracia para evitar el desplome de las rentas del trabajo, la mayoría de la ciudadanía se verá al borde del precipicio, sin más recurso que el de la caridad. Y ahí es donde las derechas se hacen fuertes. Su maquinaria propagandística dirá a bombo y platillo “el gobierno no tiene comedores sociales para atender a los más débiles”. La horizontalidad dignificadora del ingreso mínimo vital se vería así sustituida por la verticalidad opresora de la caridad que defendía Casado con esa medida populista que nos retrotraía a las cartillas de racionamiento.
El concepto de libertad es otro de los términos que más ultrajado se ha visto en las últimas semanas. PP y Vox están aprovechando la situación excepcional del estado de alarma para incentivar las manifestaciones masivas contra el gobierno en la defensa de la libertad ante la “dictadura socialcomunista”. Cuando sin igualdad, la defensa de la libertad solo esconde la defensa de privilegios. Y cuando, además, ¿qué dictadura puede haber en un país con dieciséis formaciones políticas representadas en el Congreso, con un estado de alarma votado favorablemente por la mayoría de la Cámara? ¿Estamos ante una pérdida de libertades o ante una alerta sanitaria? Obviamente, ante lo segundo. La prohibición de manifestaciones no tiene detrás una causa ideológica, sino una cuestión de salud pública; un problema de estado. Este tipo de manipulaciones, de malas praxis, no ponen el peligro al gobierno; están tambaleando las bases mismas de la convivencia y la democracia.
¡Qué no nos confundan! Esto no va de derribar al gobierno, sino de acabar con la democracia. Quienes no son capaces de entender la magnitud de una crisis nacional, de hacer política de Estado, no son patriotas, son fascistas. Y, tal y como afirma el prestigioso Catedrático de Historia Contemporánea, Julián Casanova, no podemos aceptar que “se nombre al fascismo en vano”. Porque si todo es fascismo, nada será fascismo. Y entonces, la democracia habrá muerto.
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