Después de la I Guerra Mundial, en las democracias europeas, la oposición adoptó la estrategia de poner en tela de juicio los resultados electorales, deslegitimando a los gobiernos constituidos y, con ellos, a la propia democracia y sus reglas del juego.
La población, cansada de la tensión y la inestabilidad en la que vivía, se decantó por otras opciones políticas alternativas a la democracia.
Así fue como el fascismo fue ganando espacio en la Europa de entreguerras. Una sociedad empobrecida, sin un Estado fuerte que la amparase, solo quería conseguir un mínimo de dignidad, de calidad de vida que le permitiese cubrir sus necesidades básicas. Actualmente, nos encontramos ante una crisis sin precedente que nos está abocando a que esta misma estrategia le esté funcionando a la derecha patria.
Desde que en 2004 perdió las elecciones generales, el PP urdió una estrategia para vincular el terrorismo y la izquierda con el único objetivo de deslegitimar sus gobiernos. El hecho, más que contrastado, de que ETA no fuera la autora de los atentados de Atocha no fue suficiente argumento para que desde las filas populares se dejara de usar a la banda terrorista como arma arrojadiza. Ahí empezó el germen de un odio y de una política sucia que facilitó la aparición de Vox y que se ha ido recrudeciendo en los últimos años con la crisis económica de 2008 o el agravamiento del problema catalán, y que ha terminado teniendo ecos excesivos en esta pandemia.
Con esa actitud, la derecha demuestra que no le interesa tanto la verdad como hacer pasar por verdad aquello que le interesa. Este ha sido el caso de Cayetana Álvarez de Toledo al acusar al padre de Pablo Iglesias de terrorista. De entrada, nadie es responsable de las actuaciones de su familia. Esa forma de proceder recuerda a regímenes dictatoriales en los que se castigaba a la familia de los presos o condenados políticos. Pero es que, además, está haciendo una manipulación descarada de la verdad histórica. El FRAP fue una organización antifranquista muy minoritaria. De todos sus integrantes, la inmensa mayoría optó por la resistencia pacífica a un régimen que murió matando. Solo una minoría apoyaba la lucha armada y la acción directa. De hecho, los responsables de los cinco asesinatos del FRAP fueron ejecutados por la dictadura. Así que tachar de terrorista a cualquier miembro del FRAP, al padre de Iglesias, es directamente una difamación maliciosa. Es como decir que cualquier partidario del franquismo era un criminal. Que el estado franquista practicara la tortura y el asesinato desde arriba hacia abajo, no quiere decir que toda persona partidaria del régimen fuera un asesino.
Empleando la Historia como arma política arrojadiza, las derechas han demostrado un enorme desprecio por el conocimiento y la intelectualidad. El mito y la manipulación de los hechos han nutrido las ortodoxias políticas, los nacionalismos y los regímenes autoritarios desde el siglo XIX. En el caso de España, ese nacionalismo centralista adolece de altas dosis de militarismo, castellanismo, catolicismo y homogeneidad ideológica. Todos aquellos y aquellas que responden a otra realidad territorial o posicionamiento ideológico, entre otros rasgos identitarios, quedan excluidos de esa concepción de España. Uniendo ese nacionalismo excluyente con la estrategia de deslegitimización de los resultados electorales, obtenemos la dinámica dialéctica antipactos que la derecha ha ido prodigando con todos aquellos partidos que no entren en esa España irreal. Pero, ¿puede la democracia dar la espalda a la cultura pactista? Obviamente, no. Y, mucho menos, en estos momentos en los que las mayorías absolutas han desaparecido de los parlamentos.
Siguiendo en la estela del nacionalismo centralista, en esta última semana, hemos asistido al resurgir del militarismo. La derecha en bloque se ha lanzado a defender al coronel de la Guardia Civil, Diego Pérez de los Cobos. Incluso, ha hecho una defensa de la Guardia Civil desde la sacralización y la apropiación partidista e ideológica del cuerpo. Sin caer en la cuenta de que la democracia, por mucho que los ecos del nacionalcatolicismo sigan sonando en este país, no se sustenta en sacralizaciones, ni en dogmas, sino en derechos y separación de poderes. Es más, también en la subordinación de poderes. Uno de los grandes triunfos de la democracia y que posibilitó su estabilización fue la desmilitarización del orden público y la vida civil; o lo que es lo mismo, la supeditación de las fuerzas armadas al poder político en el que reside el poder civil. Por lo tanto, es la Guardia Civil la que debe obediencia al Ministro del Interior, independientemente, del color político del gobierno.
Pero si, además, se entra en el fondo de la cuestión, el coronel dio el visto bueno a un informe lleno de irregularidades con el propósito de desestabilizar al gobierno. Y aquí es donde el coronel, que debe limitarse a aportar información neutral, dio pábulo a una maniobra de tintes políticos y antigubernamental. Teniendo en cuenta la velocidad con la que se montan y propagan bulos e informaciones falsas, no sería descabellado afirmar que hay toda una maquinaria destinada a desestabilizar al gobierno. Y es que, urdir maniobras de hostigamiento a un ejecutivo absorbido por la gestión de la crisis, por la debacle económica derivada de la sanitaria, en constante negociación pactista para prorrogar el estado de alarma, deriva de una cultura golpista y militarista que creíamos enterrada en el pasado. El fantasma del golpe de Estado vuelve a pulular por encima de nuestras cabezas. El militarismo, la defensa de una patria verdadera y el acoso y derribo a un gobierno votado en las urnas, son algunas de las características de ese ambiente de alta tensión en que vivimos.
Porque deslegitimar a un gobierno legítimo desde la propaganda informativa; pedir una nueva cita electoral jugando a la confusión de la opinión pública; demonizar determinados pactos políticos con fuerzas democráticas, cual pecado mortal; emplear la manipulación histórica en beneficio partidista y apropiarse de la Guardia Civil, las Fuerzas Armadas, la Jefatura del Estado y la bandera responde al binomio “español-antiespañol”, a esa cultura golpista en la que la patria verdadera está por encima de la convivencia, la pluralidad ideológica y la democracia. Y aquellos que actúan así, participan de la “cultura golpista simbólica”
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